jueves, 7 de agosto de 2014

Comptine d'un autre été.


Para escribir sobre una ciudad es necesario estar lejos de ella.
La distancia nos deja ver bien con el corazón, la pasión es más roja y la tristeza más azul.
Y qué quiere un escritor sino contar emociones en colores, como imitando (torpemente) a Picasso o a Manet. Dando un matiz a cada palabra para dar una palabra a cada esquina de aquella ciudad.
De aquella ciudad que nunca se apagó para mí, que siempre me dejó encontrar lo que necesitaba en cada instante y en cada rincón oscuro pero lleno de luz.

Por fin descubrí que cuando sentía querer vivir en los años 20 sólo buscaba huir. Pero quién quiere huir de París, de su revolución y de su poesía maldita.
Cambié una década por una ciudad y todo huele mucho mejor.

Me perdoné por haber(te) querido tan bien, te perdoné a ti por no haber sabido hacerlo.
Me di una primera oportunidad y decidí aprovecharla como si fuera la última jodida hora de mi vida.

Si estaba feliz siempre podía ir a los jardines de Luxemburgo, si estaba triste bastaba con caminar junto al Sena, o por el cementerio de Montparnasse, o caminar sin más. Si quería leer podía sentarme en el canal Saint Martin, si quería observar a la gente lo mejor era Saint-Germain.

No arrancaba las flores porque eran más bonitas vivas.
No me arrancaban sonrisas porque las matarían, las acariciaban como se acarician las flores.

Y la lluvia. Cómo no hablar de ella si me acompañaba, si me hacía tener los pies empapados y los ojos más secos de tristeza que nunca. Me ayudaba a pensar, y a mirar a la gente a la cara para ver cómo en el fondo, todos somos los mismos cuando estamos mojados. Indefensos cuando unas gotas caen del cielo.
Yo, en cambio, las usaba de coraza y me hacía más valiente, y sonreía a todo el mundo, y los señores mayores cantaban "Singin' in the rain" para mí.

Nadie entiende aquí la belleza de lo gris.
Allí están hechos de ella, y son tan bellos.
Los lugares, los libros, la música, las personas.

París nunca se acaba, es una fiesta viviente, decía Ernest.
Es tan infinita como lo son los sueños y palabras que se le pueden dedicar.

Y cada vez que vuelva habrá cambiado.
Y yo también.
Y el reencuentro será de película
(O aún mejor, de libro).