Eran las 4 de la mañana, y lo mejor que se le ocurrió para
hacer fue ponerse a hojear viejos libros de su estantería. Necesitaba llenarse
de algo bonito, necesitaba inspirarse… en realidad, tampoco sabía qué
necesitaba.
Abrió unos cuantos libros de arte que tenía, trozos del
manifiesto del surrealismo la hicieron sonreír, pensar que quizás sí que había
esperanza. Leyó textos que decían que la poesía está muerta y nos quita la
valentía de vivir (o quizás sea esa cobardía la que hace que exista poesía,
pensó ella). Leyó los versos del Capitán de Neruda, leyó a Benedetti en busca
de un hombro sobre el que sentirse comprendida (Eso Mario siempre lo hacía
bien). Leyó poesía de Baudelaire en francés, leyó algún librillo en inglés que
aún guardaba. Leyó tanto que no pudo más que romper a llorar sin razón, o con
todas las razones del mundo.
La invadió una extraña sensación que mezclaba alivio y melancolía, una sensación preocupantemente conocida. Observó por la
ventana, con la mirada suspendida en algún punto aleatorio de su viejo barrio, no
llovía, y las hojas de otoño caídas en el suelo no eran suficientes para hacer
de ese un paisaje digno de inspirar a un poeta. Tampoco había poetas en las
cercanías del lugar, así que de poco habría servido.
Hacía frío en la habitación y ella estaba en pijama de manga
corta en pleno mes de diciembre
(Nunca había soportado las mangas largas). Tocó el radiador con sus heladas
manos y estaba ardiendo, no entendía por qué tiritaba de frío. Fue a subir la
calefacción y a por una manta para al menos, poder llorar sin pasar frío.
Siempre la habían reconfortado esas noches en vela con tristeza
sin motivos aparentes. Pasaba meses atándose nudos en la garganta, escuchando
como el silencio se reía de ella ante su actitud apática y pasiva frente al
mundo, hasta que un día, tumbada en la cama, el cuerpo le empezaba a temblar,
le solía doler la cabeza más de lo habitual, las sábanas le eran incómodas, el
libro que había en la mesita de noche no era lo que estaba buscando, y entonces
ponía el cuarto patas arriba hasta encontrar ese detonante que la hiciera
explotar. Siempre habían sido libros, o música, cartas, alguna caja llena de recuerdos, o quizás alguna
película que le permitiera poder meterse en vidas ajenas, ya que no tenía el
valor para hacer de la suya una aventura digna de ser contada.
Siempre era ella sola, siempre era en su habitación, siempre
a las tantas de la madrugada, y siempre se le pasaba a la mañana siguiente.
Hasta que un día no fue ella sola sino que fue él, no fue en su habitación sino
que fue en todas partes, a todas horas, y no encontraba el antídoto para
curarse esa maldita ansiedad que él le había provocado.
Siempre fue una palabra que, a partir de entonces, siempre le incomodó.
29. Resaca
Todavía no sé
hablar conmigo mismo
andar por mis arrugas
encontrar mi resaca
Sin embargo me siento
de un semestre a esta parte
tenuemente mejor
por fin sin anestesia
sin ganas de llorar
enfrentando descubriendo
de vergüenza en vergüenza
Un 14 me trajo
hecho ya niño imberbe
y todo fue pasando
como sangre en mis venas
instante tras instante/ año tras año
melancolía tras melancolía
cada uno con su resaca propia
y yo sabiendo, ignorando, esperando
que el mundo algún día me encuentre
como se encuentra un árbol o un camino
En mí va anocheciendo lentamente
ya tan sólo distingo
pedacitos de luna
qué más remedio
tendré que aprender
a recordarme a tientas
a lo mejor entonces
encuentro mi resaca
y por fin la descifro.
Mario Benedetti (Biografía para encontrarme).
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